Hay que reconocerlo: somos unos yonquis de la información. Estamos obsesionados con tener las respuestas de forma inmediata a las cuestiones que planteamos, y los momentos de desconexión forzada los vivimos con síntomas comparables a los de una crisis de ansiedad.
Estar permanentemente conectados se ha convertido en una obligación que involuntariamente trasladamos al entorno que nos rodea. El principio, sobre el papel, parece evidente: cuanto antes tengamos conocimiento de un hecho o dato, antes podremos intervenir o tomar alguna decisión. Ahora bien ¿es realmente este acortamiento de plazos un avance en lo que respecta a la productividad?
Esta curiosa cuestión se la planteó Laura Vanderkam, columnista de FastCompany, y para ello se dispuso a reducir drásticamente el tiempo dedicado a consultar el correo electrónico. Y tenía buenos motivos para ello. Tomen nota de algunos datos que invitan, sin duda, a la reflexión: dedicamos cerca de un 30% de nuestra jornada laboral a gestionar el email, invirtiendo de media la friolera de 650 horas al cabo del año a este menester.
Pero más allá del tiempo perdido, el dato más alarmante lo han puesto sobre el tapete los expertos al demostrar mediante ensayos críticos, que nos estresamos al leer los correos, y no es una forma de hablar: nos aumenta el ritmo cardíaco. Y por si todo esto fuera poco, los trabajadores que por cualquier motivo se ven libres temporalmente de esta peligrosa red, sostienen que terminaron sus trabajos de una manera más centrada y con una calidad superior en el resultado.
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